La leche del rencor

Qué difícil es ser ecuatoriano. Esta es una de las pocas certidumbres que llevo conmigo. Qué difícil, es ser hispanoamericano (sí, hispano) porque da la casualidad (sí, la más pura casualidad) que no vino Julio César latino y voraz a dejar su estirpe, sino los hijos de la Hispania, rancia, castellana, morisca y gitana. Y de tantas idas y vueltas quedó este revoltijo de países “amamantados por la leche del rencor y criados al arrullo de la sombra” como escribió Carlos Fuentes en un bello cuento sobre el tema.

Cada 12 de octubre brota nuestra adolescencia irresoluta a desquitarse contra la piedra tan indiferente como la historia misma, que pervive dentro, la queramos o no. Allí acaban esos lunáticos criollitos del siglo XXI que no se acuerdan de las veces que les sale el indio y comen mote y los pobres corregidores de la historia con más rasgos del ruin de Pizarro que de la nobleza de una virgen del sol.

Padecemos en todo el mundo un fuerte e irracional ataque de revisionistas altaneros capaces de juzgar y anular la historia desde sus posmodernos neo- dogmas. Eliminando el debate y sometiendo la crítica a las bajezas del totalitarismo. Para los pueblos marcados por el mestizaje esta es una nueva fatalidad. No hay bandos posibles para los hijos de la mezcla, no hay camino sano en la radicalidad y, si no sorteamos y enfrentamos nuestra historia con la honestidad suficiente para reconocernos en ella; seguiremos bebiendo de la leche del rencor, acogidos a la sombra fácil del victimismo.

La hispanidad no es una raza, mal que les pese a los puristas. Es una tradición, una cultura de la que ya no podemos ni debemos renegar porque no encuentro mayor felicidad, rabia, amor o desaire que la dicha en español. Esa vena que emparenta a Cervantes con Montalvo, a Lope y al Inca Garcilaso de la Vega, el signo más hermoso de nuestra contradicción.