Bolivia y luego Chile

Una vez más, los resultados de las encuestas fracasaron en Bolivia. No solo que no hubo segunda vuelta, sino que el candidato vencedor triunfó con un margen que la opinión pública desestimó o, mejor dicho, que nunca tomó en cuenta, ni siquiera en los análisis por fuera de cámaras. Pero el análisis no puede reducirse a este hecho, sino más bien a la decisión que tomó la mayoría de bolivianos para continuar con su apoyo al Movimiento al Socialismo (MAS), pero esta vez sin Evo Morales al frente. La primera magistratura recayó en el exministro de Economía, Luis Arce Catacora, a quien se le atribuye un manejo económico de la nación elogiado por los organismos multilaterales de crédito y observatorios internacionales, es decir, ganó un candidato que conoce el Estado y la parte más sensible, la economía.

La pérdida del expresidente Carlos Mesa y del candidato del conservadurismo Luis Fernando Camacho dejan grandes lecciones no solo para el país andino, sino para toda la región. Entre ellas, la desconexión de las elites con la población común, con ese ciudadano que quiere una representación que se asemeje a su origen, a su experiencia vital, a su lenguaje, a su día cotidiano. Y todo apunta a que los candidatos perdedores están por fuera de las dinámicas de la mayoría de la población. Tampoco es cierto que hay polarización, pues casi seis de cada diez personas respaldan al masismo. Sin embargo, ese 40% restante reclama una política de conciliación y acuerdos interétnicos e intergeneracionales.

Lo de Chile es demasiado evidente, pese a que el voto no es obligatorio. La gente que se expresó en las calles antes de las elecciones demandaba un cambio que se pudiera expresar en un distinto pacto social, sobre la base de la redacción de una nueva carta constitucional. La pregunta que gira alrededor de ello es la siguiente: por qué si el modelo era exitoso como nos decían explosionó con una onda expansiva que retumbó en todo el continente. La democracia es una construcción que merece tratamiento y cuidado permanentes, sino las consecuencias desastrosas son inevitables.