Cuando el frío quema

Pocos son los momentos en la vida en los que se logra lo que voy a denominar comunión ciudadana. Son esos momentos únicos en los que un gesto o una mirada con un desconocido llena el espacio de empatía y significado sin que se requieran las palabras. Es confundirse en un abrazo con esa persona de la cual nunca sabremos su nombre, ni en dónde vive, ni quién es, porque no es lo que importa, lo relevante es el sentimiento generado y que es imprescindible compartirlo, porque su intensidad es de tal inmensidad que no puede caber en una sola persona.

Así debo describir a esa mujer que caminaba por Avenida del Libertador, en Montevideo, con un niño de la mano. Su rostro estaba surcado por lágrimas frescas, su mirada era portadora de un dolor que partía desde sus entrañas. Detrás un hombre, vestido con un overol naranja, ataviado del orgulloso uniforme de obrero, a pesar de ser domingo. Él no lloraba, pero su mirada expresaba la misma pena.

De a poco se fue poblando la avenida. Las banderas uruguayas y las del Frente Amplio coparon ventanas y balcones de la ciudad. Las bocinas avisaron que se acercaba el cortejo fúnebre. Tabaré, acompañado de miles de vehículos en caravana emprendía su último viaje. Detrás, hombres y mujeres en silencio, huérfanos de un líder que fue despedido como nunca nadie antes lo fue.

Este domingo partió el hombre, el presidente, y nació el mito de Tabaré. El primer frenteamplista en alcanzar la Intendencia de Montevideo y en ser presidente de la República en dos oportunidades. No existen dudas que la historia le hará justicia.

Mucho se puede hablar del legado que dejó Tabaré Vázquez para Uruguay y para los progresistas latinoamericanos: sacar de la pobreza y la indigencia a miles de uruguayos después de la crisis económica del 2002, llevar la cifra de desempleo a los guarismos más bajos de la historia del país, la apuesta a la justicia social (que pague más el que tiene más), la promoción de la equidad, el extender la cobertura de salud a todos los uruguayos, incluidos los niños, el dar un presupuesto histórico para la educación pública, o nuestro orgullo: el Plan Ceibal, a través del cual se le dio una computadora a cada niño alumno de la educación pública del país.

Pero más allá de la gestión hay otros elementos que resultan fundamentales. La importancia de la cercanía, el escuchar a la gente. No solo crear los consejos de ministros abiertos, a través de los cuales él junto a su gabinete entero se instalaban en localidades del interior del país a trabajar en modo asamblea con los colectivos locales, sino también la capacidad de conversar en el mano a mano con quienes disentían con su pensamiento y accionar.

La enseñanza que nos dejó Tabaré trasciende su vida política. Demostró que por estas latitudes es posible alcanzar metas, más allá de la cuna de la que provengamos. Nacer en una casa de obreros con carencias económicas, ser alumno de la enseñanza pública, trabajar y estudiar, no fue un obstáculo para llegar a ser un destacado oncólogo a nivel mundial.

Me quedo con su valentía, con su coraje para enfrentar a los poderosos de ocasión, sean ellos empresas, los poderes fácticos, políticos o su misma enfermedad contra la que luchó hasta el final de sus días. Aún en la derrota de las urnas instó a la militancia a no rendirse, a continuar.

Seguro que por esas y otras tantas razones es que ahora, ante su ausencia física, cuando el frío más nos quema, buscamos en el prójimo esa mirada, ese abrazo y ese calor que nos haga recordar que siempre se puede vencer en la adversidad y que no nos rendimos.

Marcel Lhermitte (*)

  • Columnista invitado. Consultor político y electoral, Uruguay.