Réquiem para el tren

No sé si exista un sacerdote que sobrepase la altura de una máquina tan enorme como la de un tren. No sé si exista una santuario tan grande donde se celebre la ceremonia que honre al cadáver de un tren y darle creyente sepultura, más aún, quién fabricará una caja mortuoria que recoja aquellos restos, y ni pensar quiénes sobre sus hombres llevarían al difunto hacia algún cementerio.

Hubiese sido comprensible que el tren muriera de manera natural, pero malicio que no es defunción natural, su desaparición obedece a una criminal conspiración planificada por alguna banda de malhechores que idearon asesinarlo, se ejecutó el atentado, se cumplió el violento homicidio. Cualquier leguleyada explicará el triste suceso, y dirán los matachines que la presencia de los ferrocarriles no producía beneficios, que para el Estado era una empresa igual de pesada a todas las máquinas que serán derretirlas para fabricar varillas, o quien sabe, sean ciertos los reportes que decidieron feriarlo, y que el sistema de ferrocarriles ecuatorianos cruce a manos de algún gringo sapo que hace rato quiere recuperarlo, al contrario de darle los santos óleos. Negocios son negocios, y los negocios están hechos para que las partes se repartan ganancias.

Mientras tanto los pueblitos por donde cruza la línea del tren, perdieron la esperanza que este transporte alivie el hambre, y siga siendo la sangre misma de las venas de hombres y mujeres que sienten que su identidad ha sido rota, mancillada, engañada. Que más vale las pingues ganancias que el mismo Patrimonio que la Constitución niega dar otro destino que aquel para el que fue creado. Muchos pobladores – como el del tramo Quito Salinas- se quedan agarrados frutas, costumbres, tradiciones, comida, recuerdos y las ganas que sus hijos y familiares se sienten en un vagón que les sume al sueño de Alfaro, y confirmen que el tren es desarrollo, progreso, bienestar, acoplamiento del agricultor, del maderero, y hasta de quienes con la danza y la música aportan al país. Muchos nos quedamos con una foto en los andenes y con las babas corriendo por las comisuras, pues quizá nunca nos embarcaremos en el mágico tren.