Irse por Arauz

En Ecuador, oligarca (o aspirante a oligarca) que se respeta amenaza cada cierto tiempo con irse del país. La moda ahora es jurar que, si Andrés Arauz gana la presidencia, uno se va.

Es lamentable que la gente, en teoría, más educada y con más posibilidades tenga la costumbre de chantajear a sus compatriotas de la misma forma en que un niño malcriado amenaza a los padres que no lo consienten con irse de la casa, pero vale guardar la esperanza de que semejantes berrinches indignos serán cada vez menos frecuentes.

Si uno está dispuesto a abandonar su país, su familia, su idioma y su cultura por algo tan intrascendente como quién ocupa el Ejecutivo durante cuatro años tras una elección en la que participaron de forma obligada sobre algo que les vale un comino, como la política, quizás sería mejor irse ya, cuanto antes, independientemente de quién gobierne. Más que una elección política, sería una decisión de autopreservación, respetuosa de la propia salud mental y de la paz de quienes uno tiene alrededor, condenados a escuchar la misma letanía de siempre sobre la poca bondad de esta tierra.

Pocas cosas evidencian cuán profunda ha sido la victoria de la izquierda, con su sacralización de la víctima y su costumbre de llenar de glamour a la derrota, que el hecho de que sus propios depredadores naturales hayan adoptado sus costumbres. Los nuevos oligarcas ya no dicen “si gana Arauz hundiremos al país y nosotros con él” o “si gana Arauz haremos que él y los suyos se vayan de nuestro país”; prefieren decir, desarraigados y emasculados, “si gana Arauz, me voy de este país”. ¿Qué persona sana y productiva quisiera, en su sano juicio, servir y defender a una clase rectora de ese tipo?

La verdad es que las ganas de la oligarquía ecuatoriana de irse de Ecuador no guardan relación con Arauz, con Correa, ni con el socialismo, sino con el sincero deseo de ser blanco, rubio, medir más de un metro ochenta, hablar sin acento una lengua germánica y esgrimir un pasaporte de un país que sea al menos miembro de la OTAN. Ese anhelo, que imposibilita cualquier proceso democrático y al que no lo cura el diván, el confesionario ni la celda, menos aún podrá ser curado por una mera elección, gane quien gane.

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