La constituyente final

Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, Ecuador no dejó de progresar. Tuvimos suerte.

Pese a ser un país pequeño, poco poblado e indefenso, países más fuertes accedieron a pagarnos por nuestros recursos en lugar de arrebatárnoslos, como solía hacerse antes o como todavía se lo hacía en muchas partes del mundo. Pudimos comerciar con el mundo gracias a rutas de comercio en paz y a un sistema financiero ordenado.

Diferentes potencias mundiales, durante décadas, permitieron que miles de nuestros mejores ciudadanos se formasen en sus universidades y adquiriesen sus conocimientos. No hubo pueblo interesado en aniquilarnos por diferencias étnicas o religiosas, y ninguna potencia extranjera juzgó necesario invadirnos. Cientos de miles de compatriotas pudieron emigrar a lugares más prósperos y enviar remesas, sin ser masacrados ni expulsados.

Desgraciadamente, tantas décadas de prosperidad terminaron por hacernos olvidar que semejante ascenso sostenido hacia el bienestar era apenas producto de la suerte y de circunstancias externas. Nos volvimos demasiado optimistas.

Durante 75 años hicimos constituciones ambiciosas, diseñadas para administrar riqueza y perseguir quimeras. Nuestro pasatiempo más caro ha sido la ilusión de que los ecuatorianos somos una nación, con el Estado central resultante. En aras de ello, hemos derrochado décadas de bonanza, creando instituciones insostenibles, ciudades inviables y sectores económicos inútiles que hoy solo pueden mantenerse ya por medio de un endeudamiento y un deterioro ambiental indefendibles, que condenan a los futuros habitantes de estas tierras a una existencia mucho más difícil. Y, para variar, el orden internacional que lo permitió todo ha comenzado a cambiar de forma acelerada.

Ecuador no es un país, sino apenas una chapucera confederación de pueblos que se juntaron durante unas pocas décadas para expoliar ese botín llamado estado central, del que ahora ya no queda nada. Ojalá la próxima Asamblea Constituyente, a la cual el próximo gobierno tendrá que recurrir inevitablemente, empiece por aceptar que no hemos sabido ser y nunca más debemos ser un Estado unitario. Solo así podremos encarar con optimismo la transformación mundial que ya ha empezado.