La paz belicista

Carlos Freile

Cuando Woodrow Wilson, presidente de los EE.UU., programó desde su escritorio cómo debía organizarse Europa después de la Gran Guerra (1914-1918), demostró esa enfermiza ignorancia de los norteamericanos por todo lo ajeno a su país, en parte producida por el “espléndido aislamiento” de los años previos.

Planificó que cada nación debía tener un estado, así se evitarían las guerras por nacionalismos oprimidos, el resultado fue el desmantelamiento de los imperios de la época, verdaderos mosaicos de naciones a las cuales, en general, no les había ido muy mal, a pesar de la propaganda en contra de los descontentos.

A esa ingenua ignorancia se sumaron los intereses económicos y de política expansionista de los ingleses y los franceses, quienes vieron en la destrucción de los imperios la condición necesaria para fortalecer su presencia no solo en Europa, sino en el Oriente Medio, en donde, ¡qué casualidad!, había ingentes yacimientos petroleros.

El resultado fue la creación de estados con varias nacionalidades enfrentadas entre sí: en Checoeslovaquia, no solo sus dos pueblos que le dieron el nombre ,sino también los alemanes de los Sudetes a quienes se les negó su unión con Alemania, al igual que a sus connacionales de Alsacia y de parte de Prusia Oriental; en Yugoeslavia se construyó un polvorín de naciones, con rivalidades centenarias: croatas, serbios, bosnios, herzegovinos, eslovenos……. Quedaron italianos en Yugoeslavia (años más tarde serían masacrados por los comunistas de Tito), austriacos en Italia, y así por el estilo.

A la larga, los vencedores de la Gran Guerra sembraron las semillas de la llamada Segunda Guerra Mundial, que no fue otra cosa que la continuación de la primera. ¿Pudo haber sido de otra manera?

La Historia no admite los “si hubieran hecho tal cosa”. Sucedió así y punto. Pero esos vencedores todavía se presentan como los buenos, y ocultan su ignorancia cerril, su ambición desmesurada y su desprecio olímpico por los pequeños. Jugaron a ser dioses y, como es ya norma histórica, hicieron el papel de demonios; y de tontos, por añadidura.

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