Buenos candidatos

En los próximos meses, los ecuatorianos no elegiremos presidente. Elegiremos chivo expiatorio. La aritmética, la geopolítica, la jurisprudencia y la condición humana dictan que nos esperan años de escasez y agitación, independientemente de quién se haga con el poder ejecutivo. Pero ya que no habrá mandatario capaz de evitarnos ese desenlace, al menos tenemos la dicha de poder elegir a quien culpar, comparar, aleccionar y menospreciar durante un lustro. En el fondo, eso es lo que más nos gusta; preferimos el sádico deleite de ningunear a burócratas desesperados en medio de un incendio al aburrido placer de prosperar de a poco bajo un gobierno ordenado y sincero.

En esta ocasión, Ecuador tiene excelentes candidatos a la presidencia. Más allá de sus defectos, exhiben virtudes dignas de admiración; algunos conocen a la perfección el mecanismo del poder político en el país, otros son excelentes haciendo y administrando dinero, más de uno es íntegro y honesto, también hay los que son excelentes negociadores y fabricantes de consensos, los que han tenido carreras sumamente exitosas y tampoco faltan quienes tiene una invaluable experiencia como funcionario público. Sin embargo, preferimos curarnos en salud y, desde ya, acusarlos de incompetentes, ladrones u oportunistas.

Los ecuatorianos estamos condenados a odiar a nuestros políticos y sentirnos en la indefensión mientras no entendamos que la complejidad del Estado rebasa la comprensión y la voluntad de cualquier individuo, sin importar cuán competente o bienintencionado sea. No estamos en una monarquía absolutista ni somos un país absolutamente soberano que no le rinde cuentas a nadie. Cuando el desafortunado compatriota que se ponga al mando de esta tierra el 24 de mayo apenas empiece a entender cómo opera la maquinaria, su periodo se habrá terminado y lo único que habrá descubierto, tras un justo baño de humildad, es cuán poco poder tiene en verdad un presidente.

Lamentablemente, no queremos aceptar eso. Preferimos creer que prosperar es cosa fácil. Aborrecemos a cualquier político que llega al poder porque, sin importar cuán desastrosa sea nuestra vida personal o nuestra carrera, por algún extraño motivo estamos convencidos de que podríamos manejar el Estado entero mejor que él.