No es tele

Daniel Marquez Soares

Las historias nos seducen. Un personaje humano, un buen villano, un conflicto de voluntades, una buena dosis de drama y un final inesperado pueden hacernos simpatizar con cualquiera. Nuestra adicción a las buenas historias y nuestra aversión al aburrimiento nos dejan a merced de creadores poco escrupulosos. Gobiernos parias o movimientos radicales han sabido aprovecharse de ello para manipular la opinión pública. La industria del entretenimiento, igualmente, ha lucrado tejiendo leyendas alrededor de personajes u oficios indignos de glamour y admiración.

Durante siglos, la maquinaria del militarismo y la violencia irracional ha sido lubricada con historias de sacrificio y heroísmo tan conmovedoras como fraudulentas; la Guerra Fría fue, en ese sentido, una mina de oro de personajes, epopeyas y sentimentalismo. Lo mismo, con sus hagiografías y su monumental mitología, hicieron antes las grandes religiones durante siglos. Se abusaba de la narración para justificar el fanatismo.

El mundo se ha ido al otro extremo. El empresarial, la industria del espectáculo y el deporte profesional han buscado barnizar con bellas historias la esencia codiciosa de sus industrias. El cine, la televisión, la industria del ‘bestseller’ y el mal periodismo han creado un culto al héroe amoral, desleal y ególatra. Los grandes personajes dramáticos son criminales, parias, autoridades corruptas o creadores pragmáticos.

Ciertos elementos antes tenidos como trágicos o vergonzosos en un personaje, ahora resultan sexys. Se ve en el pandillero, el narcotraficante, el mercenario, el especulador financiero, el cantante de reggaetón, el abogado inescrupuloso y demás personajes de las series de televisión. El héroe mediático contemporáneo exhibe características muy poco heroicas: cínico, codicioso, víctima impotente de las circunstancias.

Ni siquiera la política se salva. Series como “House of Cards” han hecho por la escoria humana e institucional de la política lo mismo que “Narcos” por los carteles internacionales. Queremos convertir algo tan simple y aburrido como la administración pública en un juego de egos, codicia y conspiraciones.

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