Diplomacia ecuatoriana

ANDRÉS GÓMEZ CARRIÓN

“La diplomacia substituye la fuerza” es una de las frases más recordadas de Hippolyte Adolphe Taine, filósofo francés del siglo XIX. A pesar de reconocer su importancia, pocos años después de ese enunciado se desataron las dos guerras mundiales.

Las inconmensurables pérdidas humanas y materiales de estos encuentros obligaron a los Estados a consolidar a la Diplomacia como el mecanismo principal para la ejecución de las relaciones internacionales y garantía de paz global. Además, a crear organismos de integración de distintos niveles para convertirlos en centros de discusión de alto nivel político que direccionen el futuro del mundo. Estos, a su vez, conformados por funcionarios de los Estados miembros que se denominan “agentes diplomáticos”.

Con este introito, queda plenamente evidenciada la importancia para un Estado de contar con un cuerpo diplomático debidamente formado en sus dimensiones profesionales y personales. Además, de poseer una institucionalidad pertinente para el diseño, ejecución y seguimiento tanto de la política exterior como de quienes la ejecutan.

Sin embargo, el gobierno inmediatamente anterior subestimó esta profesión. En primer lugar, con el cierre de la Academia Diplomática, instancia máxima de formación del personal diplomático. Y en un segundo momento, con el nombramiento de algunas personalidades con un deficiente entendimiento de esta labor. Por consiguiente, sucedieron vergonzosos eventos como el del Embajador en Lima o la narcovalija.

Afortunadamente, esa realidad llegó a su fin. Los acertados nombramientos del Emb. José Valencia, como Canciller, y del Emb. Alejandro Suárez, como Director de Formación Profesional de la Cancillería, evidencian la reinstitucionalización de la Cancillería y el retorno a la profesionalización del cuerpo diplomático nacional. El gobierno central entendió la importancia de la representación diplomática y del manejo adecuado de la mencionada cartera de Estado.

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