Xavier Oquendo Troncoso

Rocío Silva

Te debo tanto Xavier, te debo la mirada que redime mi esencia indómita, hasta cuando tú la sometes con tus metáforas y revuelos. Si Xavier te debo los suspiros y bocanadas de aire límpido, que salen a mi encuentro en cada uno de tus caminos andados y veo con total fulgor el día en que pasaste del vientre de tu madre a ser poeta.

Te debo las imágenes de una cuna de madera cubierta con tules, detrás de una ventana por donde el sol se filtra hacia ti Xavier, el poeta niño que aprendió a leer el alma del mundo, descubrió que todo tenía un halo sorprendente: el árbol, los abuelos, la flor, la mañana, el olmo; y no te importaba que hayan monstruos y duendes, de sobra sabías que podías también envolverlos con tus cánticos y conjuros.

Te debo los chaquiñanes que me enseñaste a recorrerlos, por donde nunca se cansaron tus pies -hace tanto tiempo ya-; cuando tú Xavier adolescente poeta, querías encontrar donde ubicarte, no te bastaron esas vecindades de comarca y mucho menos las voces que te enviaron lejos y te pusieron encima un morral de penas; la sombra de una merienda compartida te alcanzaría para cubrir la ausencia.

Te debo los amores vencidos, los dejamos en el Averno. Te debo las soledades y los abandonos, las sensaciones y los augurios; pero no te debo ni el olvido, mucho menos te debo la bronca de saberte único y terriblemente noble. Te debo la felicidad del viento rejuvenecido en los versos de tus hijos poetas, cosechados en cada luna, en cada metáfora continuada a lo largo de tu vida y tus milagros.

Te debo las metonimias labradas en las piedras de los silencios, y en la oquedad del día a día que se ensaña contra la maravilla de tu palabra simple, de tu voz de poeta Xavier, te debo la angustia de la ceguera de los que tienen todo y se saben vacíos, te debo los nombres y los significados de las mentiras que un día armamos para sobrevivir en este marasmo.