El monstruo filantrópico

Octavio Paz, poeta mexicano, publicó en 1978 el ensayo ‘El Ogro Filantrópico’, en el que advierte que “el Estado del siglo XX se ha revelado como una fuerza más poderosa que la de los antiguos imperios y como un amo más terrible que los viejos tiranos y déspotas. Un amo sin rostro, desalmado y que obra no como un demonio sino como una máquina” gestionada por una burocracia formal y modernizante frente a la cual, “a veces como rival y otras como asociada, se levanta el conglomerado heterogéneo de amigos, favoritos, familiares, privados y protegidos” vinculados no tanto ideológicamente, cuanto por intereses de facciones e individuos.

Conforme al pensamiento de Max Weber, la dominación, como forma de poder político, consiste en una obediencia legitimada, en la cual el dominado acepta voluntariamente el mandato del dominador. En Ecuador parece haber surgido una forma deformada de legitimación consistente en la entrega de favores y subsidios a todos los estratos de la sociedad, en particular a los titulares de formas reales de poder. De esa manera, el propio Estado ha provocado una degradación moral que anula cualquier intento de cambio o resistencia, mientras reproduce en niveles cada vez más altos sus deformidades.

El título de este artículo no se refiere al ‘Ogro’ de los cuentos, ser fantástico grande y poderoso, que generaba espanto; se refiere a un ‘Monstruo’ que asusta, no por su poder, sino por su fealdad y deformidad; pero genera lástima por su debilidad e ineptitud. Ese monstruo se ha gestado durante décadas, al tenor de una conducción política improvisada y corrupta que alcanzó dimensiones macabras con el cambio de siglo, para alcanzar su clímax en la última década.

Los escándalos que se conocen a diario y que abruman a los espíritus sensibles, son expresiones de las deformidades morales y estructurales del Estado ecuatoriano. Sirve como desgarrador ejemplo el caso de funcionarios, familiares y protegidos que, por una afección parcial de sordera, en lugar de recibir un audífono, importaron vehículos de alta gama sin pagar impuestos. Y todo esto, tolerado por la indiferencia de un pueblo anestesiado por el dolor, la pobreza y el desencanto que se resiste a asumir sus deberes cívicos, sin recordar que la fuerza moral de un solo hombre justo, bastó para expulsar a los mercaderes del templo.

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